Manilio, Astrologia, Libro I, Constelaciones

Ahora te hablaré de los fuegos de las constelaciones que brillan por doquier con un orden fijo; y en primer lugar cantaré los que oblicuamente ciñen la parte central del universo, acogiendo al sol alternativamente por un período de tiempo, cantaré también otros astros que luchan con el cielo que gira en dirección opuesta: todos ellos podrías contarlos en un cielo despejado, y gracias a ellos No puede conocer todo el plan del destino, de forma que lo más importante del universo es lo que ocupa su parte más alta.

En primer lugar Aries, resplandeciente por su vellón de oro, observa con admiración la salida de Tauro por detrás, que con el rostro y la frente bajos llama a Gémini; a éstos si gue Cáncer, a Cáncer Leo y a Leo, Virgo. Igualada la duración del día y de la noche, Libra atrae a Escorpio, resplandeciente gracias a su ardoroso astro, hacia cuya cola el que tiene mezcla de caballo, con el arco tenso, dirige una veloz flecha dispuesto ya a lanzarla, Sagitario. A continuación viene Capricornio, curvado en su estrecho espacio sideral. Tras él Acuario derrama el agua de la urna inclinada, mientras los Peces se meten con ansias en el líquido al que están acostumbrados; Aries toca a Pisces, que ponen fin a las últimas constelaciones.



Ahora bien, por donde el cielo se levanta hacia las brillantes Osas, que desde lo más alto del universo contemplan todos los astros, sin conocer el ocaso y cambiando en el vértice su posición a la dirección opuesta, al tiempo que hacen girar el cielo y los astros, un imperceptible eje desciende a través del helado aire y gobierna el universo equilibrado gracias a sus polos opuestos.
Reloj de Sol (pompeya s. I a.C.), Museo della civilita romana.
En torno a este eje central gira la esfera estrellada, que hace rodar las órbitas etéreas, pero él, inmutable, a través del vacío del gran universo y a través incluso del globo terrestre se mantiene fijo en dirección a las dos Osas. Pero este eje no se mantiene por la robusta solidez de su cuerpo ni tiene un peso grande, capaz de soportar la carga del elevado éter, sino que, como toda la masa aérea gira siempre en círculo volando por doquier sobre sí misma hacia donde una vez empezó, lo que está en el centro y en tomo a lo cual todo se mueve  es tan ligero, que no puede girar sobre sí mismo ni doblarse ni tomar la forma circular; lo llamaron «eje» porque él mismo no tiene ningún movimiento, pero ve que todo se mueve girando a su alrededor.

La cúspide del eje la ocupan constelaciones conocidísimas pura los desgraciados navegantes, a quienes guían cuando se ufanan con avidez por el inmenso mar. Hélice, la mayor, desenlie un círculo más grande (siete estrellas que rivalizan en esplendor señalan su figura), y con su guía las naves griegas despliegan sus velas a través de las olas. Cinosura, más reducida, gira en un círculo estrecho, menor tanto por el espacio como por  la luz; sin embargo, para los tirios es superior a la mayor. Según los cartagineses es la guía más segura para los que buscan en el mar una costa que no aparece. Y no están colocadas frente a frente, sino que cada una dirige su cola hacia el hocico de la otra y se persiguen mutuamente. Extendido entre ellas y abriendolas, el Dragón las separa y las rodea con sus ardientes estrellas, a fin de que no se junten ni se salgan nunca de su lugar.

Entre este círculo y el central, por donde vuelan siete estrellas a través de los doce signos, que brillan en dirección contraria, se levantan constelaciones en las que se mezclan  fuerzas distintas, por una parte son vecinas de la zona fría y por otra se aproximan a los lugares cálidos del cielo. Debido a que son atemperadas por una atmósfera de diversas influencias en lucha, hacen que la zona que está debajo de ella sea fértil en beneficio de los hombres. Próxima a las frías Osas y al helado Bóreas surge una figura arrodillada, que conoce la causa de su postura. A su espalda brilla Artofílace, llamado el Boyero porque se asemeja al que instiga según la costumbre a los bueyes uncidos; bajo el centro de su pecho arrastra consigo a Arturo.

Pero por la otra parte gira en un círculo luminoso la Corona, que brilla de forma desigual, pues la estrella que luce con máximo esplendor en el centro de la guirnalda supera la luz de todo el círculo, distinguiéndose su ardiente fuego de las claras llamas. Brillan como recuerdo de la muchacha de Cnosos abandonada. Entre las estrellas con sus extremos separados  a través del cielo, se distingue la Lira, con la que Orfeo en cierta ocasión conquistó todo lo que había atraído con su canto, caminó incluso a través del reino de los manes y domeñó las leyes del infierno con su canto. De ahí le viene el honor que tiene en el cielo y un poder semejante al motivo: entonces arrastraba los bosques y las rocas, ahora guía estrellas y arrastra el inmenso globo del universo giratorio.

La constelación llamada Ofiuco divide la Serpiente de grandes roscas, la cual le ciñe el cuerpo con las tortuosidades del suyo, a fin de desplegar sus espirales y su lomo, que se repliega en forma de círculos. Ella, girándose gracias a la flexibilidad de su cuello, le mira y se vuelve, al tiempo que las manos de Ofiuco se extienden por los amplios anillos. Siempre librá guerra entre ellos porque se igualan con fuerzas semejantes.

Parecida suerte es la del Cisne que el propio Júpiter llevó al cielo como pago de su belleza, por la que conquistó a su enamorada, cuando el dios descendió transformado en un cisne blanco como la nieve y llevó sobre su dorso de plumas a  la confiada Leda. Ahora, convertido en estrellas con forma de alas desplegadas, también vuela. A continuación brillan las estrellas que imitan el movimiento y la figura de una flecha. Después el ave del gran Júpiter se dirige a lo alto, como si llevase en su vuelo los habituales rayos del cielo; ave digna de Júpiter y del cielo, que les proporciona las armas sagradas. Entonces surge también desde el mar hacia los astros el Delfín, orgullo del océano y del cielo y en ambos lugares venerado.

Trata de alcanzarlo en rápida carrera el Caballo, que se apresura con su pecho resplandeciente gracias a una brillante estrella, yendo a terminar en Andrómeda a la que salva Perseo con sus armas y la hace su compañera. Le sigue con dos espacios iguales separados por uno desigual, ya que se le ve brillar con tres estrellas, la constelación del Triángulo, que debe su nombre al parecido con tal figura, así como Cefeo y Casiopea, arrogante hacia su castigo, al lado de Andrómeda, abandonada y temerosa ante la enorme abertura de la boca de la Ballena [está llorando, expuesta al mar y atada a los peñascos], por si Perseo no conserva también en el cielo su antiguo amor, y no viene en su ayuda sosteniendo el horrible rostro de la Górgona, despojo de su victoria y ruina para quien la mira.

Después, con sus pies cercanos al inclinado Toro, está el Auriga, que consiguió por su habilidad el cielo y el nombre, y a quien Júpiter vio volar el primero en su elevado carro tirado por cuatro caballos, dándole los sagrados honores del cielo. Le siguen los Cabritos, que ponen fin a la actividad marina con su constelación, así como la Cabra, famosa por haber alimentado al rey del cielo; gracias a sus ubres alcanzó Júpiter el gran Olimpo, adquiriendo fuerzas con aquella leche salvaje para lanzar el rayo y producir el trueno. Por eso Júpiter la colocó merecidamente entre los astros eternos, pagándole la conquista del cielo con la recompensa del mismo. [Las Pléyades y las Híades, que forman parte del fiero Toro, ascienden hacia el Bóreas. Éstas son las constelaciones septentrionales.]

Contempla ahora las constelaciones que, saliendo por debajo de la órbita del sol, marchan por encima de tierras tórridas, y las que giran entre la helada constelación de Capricornio y el cielo que se apoya en el polo más bajo; bajo esas constelaciones se extiende la otra parte del globo, inaccesible para nosotros, con pueblos desconocidos y reinos no transitados: la luz, procedente del único sol, es común, pero las sombras son opuestas, y las constelaciones se ponen por la izquierda y esperan su salida por la derecha en el cielo invertido. Su cielo no es más pequeño, ni está menos iluminado, ni es menor el número de astros que salen a su firmamento. Tampoco en lo demás son inferiores: tan sólo son superados en un astro, Augusto, que ha tocado en suerte a nuestro hemisferio: ahora el más grande legislador en la tierra, después en el cielo.



Cerca de los Gemelos se puede ver a Orión, que extiende sus brazos en una extensa parte del cielo, y con paso no menos largo se eleva hacia los astros: cada uno de sus resplandecientes hombros es marcado por una estrella, mientras la espada, dirigida hacia abajo, es notada por tres dispuestas oblicuamente; pero Orión, con su cabeza inmersa en lo más alto del cielo, se distingue por otras tres en su alejado rostro [no porque sean menos brillantes, sino porque están a más altura].


Bajo su guía los astros hacen sus recorridos por todo el cielo. Le sigue el Perro, satisfecho por su rápida marcha, el más violento de los astros para la tierra cuando sale y el más perjudicial cuando se pone. Cuando se levanta está rígido por el frío, y, cuando deja el radiante cielo, éste se halla abierto al calor del sol: de esta forma mueve el universo en ambos sentidos produciendo efectos contrarios. Los que desde la elevada cima del monte Tauro lo ven surgir, tan pronto como vuelve a salir, conocen la diversidad de las cosechas, cómo serán las estaciones, cómo será la salud y si habrá mucha concordia. El causa las guerras y vuelve a traer la paz y, al regresar de distintas formas, mueve el mundo según su visión y lo gobierna con su mirada. La gran prueba de que puede hacer esto es su color, así como el movimiento del fuego que brilla en su cara. Apenas es menor que el sol, pero, al estar situado más lejos, lanza fríos rayos desde su rostro azulado. A los demás los supera en  esplendor: no se baña en el océano un astro más brillante o vuelve a ver el cielo desde las aguas.



Luego viene Proción y la veloz Liebre; a continuación la famosa Argo que, elevada al cielo desde el mar que surcó ella la primera, posee el cielo merecido por los grandes peligros pasados: por salvar a dioses fue convertida en diosa, cerca de ella la Hidra imita con la disposición de sus fuegos un lomo de escamas; también está el pájaro sagrado del Febo (El cuervo) y junto a él el Cratero, grato a Baco, así como el Centauro que brilla con su doble figura: una parte de hombre y la trasera, unida por el pecho, de caballo.
A partir de ahí el universo tiene su propio templo y un Altar victorioso brilla, una vez realizados los sagrados ritos, cuando la tierra enfurecida elevó hacia el cielo a los descomunales Gigantes. Entonces incluso los dioses solicitaron ayuda a los grandes dioses; el propio Júpiter necesitó de Júpiter, temiendo no tener el poder que tenía, al ver elevarse la tierra de tal forma que creyó que todo el universo se conmocionaba, al ver que los montes se hacían mayores por la superposición de otros altos montes y que los astros huían ya de los montes cercanos armados, que habían sido engendrados por el resquebrajamiento de su madre, criaturas de rostro deforme y cuerpo híbrido. 

Ni siquiera los dioses sabían si alguien les podía dar muerte, o si existían fuerzas mayores que las suyas. Entonces Júpiter colocó las estrellas del Altar, que incluso ahora brilla con máximo esplendor. Junto a el se levanta la Ballena, que enrolla su lomo escamoso en espirales retorcidas y se desliza sobre su vientre [amenazando con morder de forma semejante al que está a punto de tener la presa], como cuando se acercó a Andrómeda expuesta a las olas por el destino, haciendo saltar las aguas del mar más allá de sus límites. A continuación, el Pez Noto, llamado así por el nombre del viento, sale por la parte del Noto; junto a él fluyen los ríos sinuosos de estrellas dando enormes vueltas: Acuario junta sus aguas con las fuentes del otro río uniéndose en el centro y mezclando sus estrellas. Entre el camino del sol y las Osas ocultas, que hacen girar el eje que rechina por el peso del universo, en el hemisferio alejado el cielo es adornado por esas constelaciones, llamadas meridionales por los antiguos poetas. Están muy alejadas, giran siempre en lo más profundo del universo, soportan la bóveda resplandeciente del cielo apoyada sobre ellas, no llegan a nuestra vista en ningún punto por estar el polo invertido, y reproducen el aspecto del hemisferio septentrional y parecidas figuras en las constelaciones. 
Que las Osas, con sus cabezas en distinta dirección, son separadas en el espacio intermedio por un solo Dragón que las rodea, lo creemos por analogía, ya que la mente imagina que este hemisferio celeste, que hace girar en su rotación las estrellas que escapan a nuestra vista, se apoya tanto en una constelación semejante como en un polo. Así, pues, estas constelaciones, esparcidas por toda la bóveda del universo, ocupan moradas separadas en el gran espacio etéreo. Solamente no busques figuras semejantes a las corpóreas, de manera que todos sus miembros resplandezcan con igual brillo, que no falte ninguno ni haya algún espacio privado de luz. El cielo no podría soportar fuegos tan intensos, si todas las constelaciones tuviesen todos sus miembros ardiendo. Lo que a las llamas quitó la naturaleza se lo ahorró a punto de caer bajo aquel peso, contentándose con distinguir sólo las figuras y mostrar las constelaciones con determinadas estrellas. 

Un contorno señala esas figuras, correspondiéndose los de los extremos y los más bajos a los más altos: es suficiente con que no se oculten por completo. Con la luna llena en el centro del cielo es cuando, sobre todo, brillan determinadas estrellas: se ocultan todas las medianas y huye la multitud de las que no tienen nombre. Entonces es posible ver en el espacio celeste los astros más brillantes: ni el número impide su visión ni desaparecen confundidos con los pequeños. Y, para que puedas reconocer mejor las resplandecientes constelaciones, ellas no varían ni sus puestas ni sus salidas, sino que cada una surge en el día que le corresponde, manteniendo sus ortos y sus ocasos de acuerdo con el orden establecido. Y no hay nada más admirable en esta inmensa mole que su designio, y el hecho de que todo obedece a unas leyes fijas. En ninguna parte causa perturbación el elevado número de estrellas, y en ninguna parte ninguna anda errante ni gira en una órbita más amplia o más estrecha o según un orden cambiado.

Atlas Farnesio
¿Qué puede haber tan complejo en su apariencia y tan seguro en sus cielos? A mí me parece que no hay ningún otro argumento tan fuerte, por el que resulte evidente que el universo gira gracias a un poder divino, que él mismo es dios y que no se formó bajo la dirección del azar, como quiso que se creyera quien por primera vez enseñó que el edificio del universo estaba formado por átomos y que en ellos se desharía; según él, de átomos estaban compuestos los mares, las tierras, los astros del cielo y la capa más elevada del aire, capaz de formar mundos de inmensas dimensiones y de destruir otros; también enseñó que todo vuelve a sus principios y que cambian las formas de los seres. ¿Quién podría creer que las masas tan enormes de los cuerpos procedan de los átomos sin intervención de la divinidad, y que el universo ha sido creado por una ley ciega? Si el azar nos ha proporcionado todo eso, sería el azar mismo quien lo gobernase. Pero, ¿por qué vemos que las constelaciones salen en sucesión regular, siguen las órbitas que se les ha asignado, como por una ley, y que ninguna se retrasa porque ninguna se adelanta? ¿Por qué las mismas constelaciones adornan siempre las noches de verano, y siempre las mismas las de invierno? ¿Por qué cada día confiere al universo un aspecto fijo y deja otro igualmente fijo?

Cuando los pueblos de Grecia destruyeron Pérgamo, ya entonces la Osa y Orion marchaban con sus cabezas enfrentadas, contentándose ella con girar en tomo al polo y él, girando desde otro lado, con salir en frente de ella y recorrer siempre todo el universo. Ya entonces se podía conocer por medio de los astros las partes de la oscura noche, y el cielo había distinguido la sucesión de sus horas. ¡Cuántos reinos se han desmoronado tras la caída de Troya! ¡Cuántos pueblos han sido conquistados! ¡Cuántas veces la fortuna ha llevado por el mundo esclavitud y dominio, y cuántas los ha invertido! Olvidándose de las cenizas troyanas, ¡en qué gran imperio las ha convertido! Grecia ha sido ya vencida por el destino de Asia. No podría contar los siglos ni las veces que el ígneo sol en su ir y venir ha iluminado el universo con su variada marcha. Todo lo que ha sido creado con la condición de morir está sujeto al cambio, y las tierras, cambiadas con el paso de los años, no se dan cuenta de que tienen un aspecto distinto a través de los siglos.


Sin embargo, el cielo permanece inmutable y conserva todas sus partes: no aumenta con el duradero paso de los días ni disminuye con la vejez, ni el movimiento lo curva lo más mínimo, ni lo fatiga su marcha; siempre será el mismo porque siempre fue el mismo. 

No lo vieron de otra forma nuestros padres ni lo verán nuestros nietos. Es dios, que no cambia con el tiempo. No puede ser obra del azar, sino el plan de una gran divinidad el que el sol nunca se desvíe hacia las Osas alejadas de su camino, que no cambie nunca su recorrido dirigiéndose hacia el oriente, que no nos muestre a la aurora naciendo en tierras extrañas, que la luna no se salga de las órbitas luminosas establecidas, sino que guarde la regularidad en su crecer y decrecer, que no caigan a la tierra los astros que cuelgan del cielo sino que agoten el tiempo señalado a sus revoluciones.

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